top of page

Adelantos

Fragmentos
de las novelas

En la víspera

 

Noches terribles y días felices

 

Nada peor que una mujer herida

 

No hice nada,

pero tengo miedo

En la víspera

Novela

 

 

          Es fácil hablar de una enfermedad cuando uno no la padece y el que la sufre es un extraño. De esa manera hablaba mi hermano Homero, que es médico oncólogo, de las enfermedades de sus pacientes. Le daba una mirada a los análisis y decía, como si lo que estuviera en juego fuera un resultado insignificante y no una vida humana: «Cáncer.» O: «Cáncer con metástasis.» «Puede sobrevivir un plazo no mayor de seis meses; quizás, con suerte, un año o un pco más, según como reaccione a la quimioterapia...» O, si no: «No vale la pena intervenir, va a ser para que sufra sin necesidad.» «Señora, mi consejo es que lleve a su esposo a casa. La clínica puede darle una atención domiciliaria mejor que en el sanatorio.» «Tiene que prepararse para lo que viene, señor. Las funciones vitales de su madre empezaron a fallar.» Era frío, aunque no llegaba a serlo tanto como exageraban sus amigos cuando comentaban que tomaba las hojas de los análisis y las tiraba sobre el escritorio gritando el diagnóstico a la manera de un repartidor de productos a domicilio, transformando los padecimientos de la gente en una rutina sin importancia. Claro, hay que entender su condición de médico. Hay que comprender que, a lo largo de los años de ejercicio de la profesión, su alma tuvo que fabricarse cierta reciedumbre para salvarse del desgaste de todos los días.

          Pero esa actitud distante hacia el enfermo terminó cuando vio mis análisis y se enteró que yo tenía cáncer de páncreas. Y que era irreversible. Ahí se le desmoronó esa manera de ver las enfermedades. Cuando se lo contó a un colega, y pude escucharlo porque estaban afuera de mi habitación del sanatorio pero cerca de la puerta, no tuvo el tono de voz impersonal y algo elevado que usaba para referirse a los demás pacientes. No tuvo esa inflexión que parecía lindar con el desprecio. Cuando se lo dijo, le salió una voz sofocada: «Mi hermana tiene cáncer...» Y un rato después, al volver a mi lado, vi que tenía el rostro sin color y aún le brillaban pedacitos de vidrio triste en cada uno de sus ojos. Creo que por primera vez se dio cuenta que la gente que uno quiere se va de este mundo como se van todos, como se iban esos que para él eran sólo una historia clínica. Y supo que, en ocasiones, los que más amamos se van de la peor manera, y no importa el cariño que se les tenga, no hay nada que podamos hacer para retenerlos aquí, para impedir que crucen esa puerta definitiva. Hoy, cuando lo pienso, estoy segura de que a él debe dolerle más que a mí la certeza de mi destino. Pero esta sensación que tengo no se la haré saber, porque si supiera que su dolor es mayor que el mío lo dejaría muy solo y se sentiría mucho peor de lo que se siente ahora.

          Cuando escuché su comentario que venía desde la puerta de mi habitación, dicho con voz apagada, pude apreciar su cariño como nunca antes lo había valorado. Era el cariño que siempre tuvo por mí a pesar de su parquedad, de su falta de tiempo para vernos más seguido y de su escasez de palabras. Cuando nos encontrábamos, muy de vez en cuando y muy a la distancia, sentía que él no estaba de acuerdo con lo que yo pensaba, haciendo silencios largos para demostrarme que una observación mía lo había molestado o que, sin decirlo, opinaba diferente. Siempre sucede esto en la comunicación dentro de las familias. Quizá, por ser tan larga y reiterada, va diluyéndose en silencios, ausencias y controversias.  Pero aunque en algún momento pueda creerse que los lazos se destruyeron sin remedio y la enemistad se hizo carne en todos, al final la sangre tira y no hay pensamiento malo que pueda deshacer el afecto que heredamos.

 

(Este es el inicio de la novela inédita En la víspera desarrollada en un único capítulo.)

Noches terribles y días felices

Nouvelle

 

 

 

1

 

 

          José, el que vivía en la costa, tuvo un sueño desagradable y, a pesar de que un sueño es sólo ilusión, su mente intentó salir cuanto antes de él, buscando en el despertar una puerta liberadora de esa angustia.

          Al abrir los ojos reconoció que había experimentado, sin motivo aparente, una rara y sofocante pesadilla que no tenía ninguna relación con su vida. Se alegró de ver los objetos familiares del dormitorio: la puerta entreabierta, tal como siempre la dejaba para no sentirse tan encerrado, la delgada cortina cubriendo el gran ventanal que daba al jardín compartido con los demás apartamentos, los cigarrillos apoyados en la mesa de noche y sus mocasines abandonados sobre el piso en ese desorden común de un joven que vive solo.

          Trató de recordar cómo había sido la pesadilla, quiso traer a su memoria el lugar más o menos exacto por donde había transitado en ese devenir nocturno. Se sentó en el borde la cama, en el lugar donde los rayos del sol matinal habían empezado a entibiar y se abstrajo en la evocación del mal sueño.

          A pesar de dar por sentado que son sólo una simple vivencia virtual, sin materia, sin un tiempo preciso y sin dimensiones, uno siempre quiere tener exactitudes de todo lo soñado para estar seguro que en ningún momento perdió el control de la situación y que, por cierto, eso que pasó nunca existió en la realidad. A lo sumo podría aceptar que fue un viaje astral, sutil idea a la que adhieren los fervorosos cultores del pensamiento esotérico.

          Como sucede en todo lo soñado, transcurría en otro lugar, tal vez lejano o inexistente. Apenas empezó a recordarlo se dio cuenta que no podía discernir con firmeza qué era ni en qué lugar del mundo estaba ubicado ese sitio.

          Lo que sí recordaba era el desarrollo casi total de ese sueño. Lo tenía registrado en su memoria con mucha nitidez, y esa claridad le produjo un ligero temblor y un breve erizamiento del vello de sus brazos. Era demasiado concreto. Recordó que se encontraba en un cuarto oscuro y húmedo, un espacio miserable corroído por los años. Como en los sueños el tiempo no se corresponde con ningún lapso de la realidad, imaginó, por datos del entorno —cosa que tampoco supo precisar bien, porque el ambiente era parte del sueño—, que estaba allí desde hacía mucho tiempo y que su vida consistía en esperar cada amanecer, tirado en una cama empapada de sudores y hedores rancios. Tenía la sensación la había vivido eso infinidad de ocasiones, que la mayor parte de su juventud había transcurrido ahí, que estar en ese sitio era tan normal que se perdía en el pasado, que era habitual que sus ojos se abrieran en la penumbra y que pasara insomne la mayor parte de las noches, siempre a la espera de que un primer rayo de luz iniciara el nuevo día para sacarlo de la angustia nocturna.

          No recordaba desde cuándo estaba allí y no imaginaba que en el futuro pudiera estar en otro lugar que no fuera ése.

          A medida que avanzaban los minutos, la modesta claridad de la noche abriéndose al amanecer le mostró el lugar: lo encerraban cuatro paredes grises, casi sin revoque, manchadas, descascaradas, húmedas y mugrientas, marcadas con hendiduras y rayas hechas con carbón o toscos crayones. En una de esas paredes había una pequeña ventana con barrotes y ella era el único paso para el sol. Hacia el frente de José, es decir, a los pies de su litera, una puerta de hierro con mirilla le confirmaron, por si fuera esto necesario, que estaba en un calabozo. El silencio del primer amanecer fue roto por taconeos veloces que venían de lo que supuso era un enorme pasillo. Sintió los primeros gritos cerca de su puerta y se dio cuenta que entraban en las celdas cercanas. Podía imaginar a los uniformados llegando en tropel, armas en mano y con gestos violentos, abriendo las puertas de hierro de manera tal que los reclusos no tuvieran tiempo de armar ninguna defensa. Luego sintió como iban revolviendo en cada calabozo, tirando al piso los colchones o los escasos enseres personales de los presos, buscando y rebuscando elementos prohibidos.

          Había llegado una nueva requisa. Como siempre, de improviso. Entraron a la celda de José y lo empujaron con violencia. Cayó al suelo pero los guardias, a fuerza de empujones, hicieron que volviera a ponerse de pie. Tiraron al piso de las sábanas y el cobertor de la litera, uno tomó el colchón y lo revoleó a un costado. Luego levantaron y desparramaron algunas revistas y diarios. Otro metió su fusil debajo de la cama y lo arrastró para ver si había algún elemento escondido. Sintió un sonido metálico. Un objeto rodó hasta sus pies. Se agachó y lo levantó. Era algo parecido a un estilete, tosco pero filoso.

          Al verlo, todos los guardias le gritaron, preguntándole, de diferentes maneras, sobre esa arma, pero el aturdimiento y la sorpresa le impedían a José saber qué era lo que le preguntaban. Lo volvieron a golpear y a insultar, y luego lo sacaron afuera del calabozo.

         —A la celda de castigo —dijo el guardia que había encontrado el arma. Su voz resonó cargada de crueldad.

          Al escuchar esa frase, sintió cristales filosos navegando por sus venas. El terror le apresó la boca del estómago. Quiso llorar, gritar, pedir clemencia, pero no le salían las palabras.

—No, allí no... —pudo decir al fin en voz muy baja, temeroso de que su débil protesta enojara aún más a los uniformados.

          Él sabía de qué se trataba la celda de castigo. Era vivir varias veces una muerte total. El ahogo, la ceguera y el miedo a no salir nunca de un lugar así le apretaban la garganta. Trató de pedirles que no lo hicieran, que no lo condenaran a ese sitio. Su respiración se entrecortaba. La imagen de la celda de castigo le quitaba el aire aun sin haber llegado a ella. Sintió que dos sujetaban sus muñecas y un tercero lo tomaba por la parte de atrás del cuello de la camisa. Los tres hombres fueron arrastrándolo por el pasillo rumbo a la temida celda. La mano que sujetaba el cuello la camisa hacía que ésta le apretara la garganta y le quitara el aire a los pulmones. No entendía por qué lo arrastraban en lugar de ponerlo de pie y hacerlo caminar, aunque fuera a golpes de culata. Imaginó, sintiendo las baldosas desparejas raspándole la espalda, que era parte del castigo. Supuso que iría dejando líneas de sangre y piel a lo largo del corredor. Le dolían los brazos y la espalda ardía, quemada por el roce brutal. Las manos que lo sujetaban de las muñecas no cedían en su presión y parecía que terminarían por quebrarle los huesos. Al tiempo que avanzaban iban insultándolo, volcándole el odio que sentían hacia este miserable que intentó burlarse de ellos escondiendo un arma en su celda.

          José seguía sin poder respirar y le parecía imposible llegar vivo a la celda de castigo. Aunque lo intentaba, sus pulmones no recibían nada de oxígeno. Por más que se afanaba en hacerlo, no podía. Abría la boca y el aire no entraba, y la presión en su garganta no cedía. Hizo un último y desesperado esfuerzo por respirar. Necesita aire o moriría. Entonces gritó.

          El grito lo despertó, y se dio cuenta que había gritado de verdad, que con su grito había logrado salirse del sueño y entrar en la realidad. Abrió los ojos. Reconoció su cuarto, sus pertenencias, el sol del verano entrando por el ventanal. Se tocó las manos y se las miró, porque seguía con la sensación de que su cuerpo había sido arrastrado por el piso. De repente razonó sobre la ridiculez que significaba eso y esbozó una pequeña mueca, intentando una breve sonrisa para burlarse de sí mismo y de cómo un sueño se le había hecho carne al punto de creer que continuaba dentro de él.

          La pesadilla había concluido luego de lanzar el grito. En ese mismo momento sonó su teléfono. Iba a levantar el tubo, pero su mano se detuvo esperando un nuevo campanilleo. Al no sonar otra vez, José desistió en su intención de atender.

          Fue allí cuando se sentó en la cama y se puso a recordar el sueño.

 

          (Capítulo 1 de la nouvelle Noches terribles y dias felices)

 

En la víspera

Novela

 

 

          Es fácil hablar de una enfermedad cuando uno no la padece y el que la sufre es un extraño. De esa manera hablaba mi hermano Homero, que es médico oncólogo, de las enfermedades de sus pacientes. Le daba una mirada a los análisis y decía, como si lo que estuviera en juego fuera un resultado insignificante y no una vida humana: «Cáncer.» O: «Cáncer con metástasis.» «Puede sobrevivir un plazo no mayor de seis meses; quizás, con suerte, un año o un pco más, según como reaccione a la quimioterapia...» O, si no: «No vale la pena intervenir, va a ser para que sufra sin necesidad.» «Señora, mi consejo es que lleve a su esposo a casa. La clínica puede darle una atención domiciliaria mejor que en el sanatorio.» «Tiene que prepararse para lo que viene, señor. Las funciones vitales de su madre empezaron a fallar.» Era frío, aunque no llegaba a serlo tanto como exageraban sus amigos cuando comentaban que tomaba las hojas de los análisis y las tiraba sobre el escritorio gritando el diagnóstico a la manera de un repartidor de productos a domicilio, transformando los padecimientos de la gente en una rutina sin importancia. Claro, hay que entender su condición de médico. Hay que comprender que, a lo largo de los años de ejercicio de la profesión, su alma tuvo que fabricarse cierta reciedumbre para salvarse del desgaste de todos los días.

          Pero esa actitud distante hacia el enfermo terminó cuando vio mis análisis y se enteró que yo tenía cáncer de páncreas. Y que era irreversible. Ahí se le desmoronó esa manera de ver las enfermedades. Cuando se lo contó a un colega, y pude escucharlo porque estaban afuera de mi habitación del sanatorio pero cerca de la puerta, no tuvo el tono de voz impersonal y algo elevado que usaba para referirse a los demás pacientes. No tuvo esa inflexión que parecía lindar con el desprecio. Cuando se lo dijo, le salió una voz sofocada: «Mi hermana tiene cáncer...» Y un rato después, al volver a mi lado, vi que tenía el rostro sin color y aún le brillaban pedacitos de vidrio triste en cada uno de sus ojos. Creo que por primera vez se dio cuenta que la gente que uno quiere se va de este mundo como se van todos, como se iban esos que para él eran sólo una historia clínica. Y supo que, en ocasiones, los que más amamos se van de la peor manera, y no importa el cariño que se les tenga, no hay nada que podamos hacer para retenerlos aquí, para impedir que crucen esa puerta definitiva. Hoy, cuando lo pienso, estoy segura de que a él debe dolerle más que a mí la certeza de mi destino. Pero esta sensación que tengo no se la haré saber, porque si supiera que su dolor es mayor que el mío lo dejaría muy solo y se sentiría mucho peor de lo que se siente ahora.

          Cuando escuché su comentario que venía desde la puerta de mi habitación, dicho con voz apagada, pude apreciar su cariño como nunca antes lo había valorado. Era el cariño que siempre tuvo por mí a pesar de su parquedad, de su falta de tiempo para vernos más seguido y de su escasez de palabras. Cuando nos encontrábamos, muy de vez en cuando y muy a la distancia, sentía que él no estaba de acuerdo con lo que yo pensaba, haciendo silencios largos para demostrarme que una observación mía lo había molestado o que, sin decirlo, opinaba diferente. Siempre sucede esto en la comunicación dentro de las familias. Quizá, por ser tan larga y reiterada, va diluyéndose en silencios, ausencias y controversias.  Pero aunque en algún momento pueda creerse que los lazos se destruyeron sin remedio y la enemistad se hizo carne en todos, al final la sangre tira y no hay pensamiento malo que pueda deshacer el afecto que heredamos.

 

(Este es el inicio de la novela inédita En la víspera desarrollada en un único capítulo.)

Nada peor que una mujer herida

 

Novela

 

 

 

 

 

1

 

 

 

          En el mes de marzo las hojas de los plátanos del centro de Montevideo se vuelven amarillas, luego se desprenden de los árboles y terminan amontonándose sobre las calles anunciando la inevitable agonía del verano. Muy pocos prestan atención a eso, y el crujir de las hojas bajo los pies es un rumor apagado que se asocia a la tristeza de todo aquello que tiende a desaparecer. Pero son tantas las cosas viejas que están desapareciendo en los primeros años de esta década de los sesenta que nadie se va a lamentar porque unos cuantos árboles desnuden, cada otoño, sus grises ramas retorcidas.

          A paso tranquilo, pisoteando ese colchón de hojas secas, llegó Arturo Zamora a su oficina. Iba vestido con su eterno y deformado traje barato, llevaba «El País» enrollado debajo del brazo y venía de hacer un alto por el bar «Antequera», el enorme bodegón de la Plaza Independencia donde se detiene todas las mañanas a beber un cafecito antes de iniciar la jornada. Este hombre es un cuarentón de un metro setenta y cinco de altura, de figura algo gruesa, ensanchada por el paso del tiempo y la falta de un trabajo físico que la ejercite, aunque es más atlética que el común de la gente de su edad. No lleva bigotes, y eso es algo que lo diferencia de la mayoría de los montevideanos nativos. Tiene una nariz pequeña y su pelo castaño oscuro, donde ya se le ven algunas hebras plateadas en la zona de sus patillas, lo lleva recortado con prolijidad casi policial. Lo que más se destaca de su rostro son los ojos verdes, diminutos, con una luz demasiado infantil para un hombre maduro. Da la sensación que son unos ojos que se quedaron sin envejecer, con la frescura que tenían en su niñez. Pareciera que se hubieran detenido en el tiempo de los juegos infantiles, donde las cosas eran mucho mejores que las de hoy.

          Echó un vistazo rutinario al frente del edificio buscando nuevos graffiti forjados en la clandestinidad de la noche. Pero no; vio que no se había incrementado el número de los ya pintados. Él se da cuenta —y le molesta— que eso de escribir leyendas a pincel crudo acrecienta lo menesteroso del lugar. Esa casona, junto a la columna de la luz de mercurio de la puerta, recibió, a lo largo de los años, los colores, las leyendas y los impresos de la totalidad de los partidos políticos del país, y Zamora odia la política. Mejor dicho, odia la manera cómo la política cambia el mundo todos los días y no deja que el mundo sea siempre igual, sin modificación, como a él le gustaría.

          Su oficina está en el segundo de los tres pisos de una vieja construcción ubicada en la calle Rincón, casi llegando a la esquina de Juncal, en la parte más vieja de Montevideo donde, hace más dos siglos y medio, comenzó a gestarse la ciudad. Se puede calcular que este edificio ya pasó los sesenta o setenta años, o tal vez más. Lo delatan sus puertas excesivamente altas, sus ventanales a la calle con balcones de hierro forjado y los pisos de baldosas en damero, sin contar la evidente vejez de las paredes de su frente, castigadas con dureza por el tiempo. Alquila ese lugar tan modesto porque la profesión que ejerce no es de las que tienen grandes perspectivas económicas. Su entrada mensual apenas le alcanza para cubrir los modestos gastos fijos de la oficina y, además, vivir con cierta dignidad pueblerina. Si tenemos que denominar su trabajo, podemos decir, con cierta pompa, que su oficio es el de detective privado. Pero todos saben que los que se dedican a estos asuntos no son más que seguidores de personas, una especie de nexo entre sus clientes y los alcahuetes que por algún pesito dan la información necesaria sobre asuntos tan diversos como un espionaje industrial o una infidelidad. Sobre todo, esto último.

          Una de las cosas que le cuesta más trabajo a Zamora es hacerles creer a sus escasos clientes que a pesar de la pobreza que rodea todo —la casa, la calle, la oficina—, él es un hombre confiable y ducho para este tipo de tarea. También está en el cliente aceptarlo, porque si se va a contratar a alguien a un lugar como éste, se lo hace sabiendo, por supuesto, que eso que necesita lo encontrará a menor precio. Pero si busca precio deberá aceptar que casi nunca podrá obtener calidad, y estos son los riesgos de las bagatelas.

          Estamos en los primeros meses de 1963, y Zamora y su profesión parecen tan fuera de la realidad como lo puede estar una novela pasada de moda, como una película de los años cuarenta o como los tangos de la época de oro. No podría silbar por la calle una canción de Cadícamo sin parecer antiguo cuando, en estos tiempos, de todas las casas salen ritmos extranjeros con nombres tan exóticos como lo son el twist o las baladas en inglés. Él también siente que no está en el lugar apropiado —esta ciudad— ni en la época apropiada —esta década de los sesenta—. Algunos de los acontecimientos más importantes de los últimos años le llegaron casi a la sordina y nunca les dio demasiada importancia. Se sucedían cambios notorios en todos lados pero no se sentía tocado por ellos. En el año anterior murió Marilyn Monroe, cerrando con su desaparición una época de glamour y fantasía. A las mujeres de hoy las ve muy carnales, demasiado vulgares, como esas nuevas estrellitas francesas, desenfadadas y trasgresoras de las viejas costumbres que Zamora reivindica como inamovibles. Hasta el Vaticano ha cambiado y tiene a Juan XXIII en el papel de un peligroso progresista. Los grandes países hacen experiencias con artefactos cada vez más destructivos, a tal punto que el mundo había estado al borde de una guerra nuclear unos meses atrás, desencadenando un suceso que llenó de temor a la gente. Esos hechos son los que hacen que el hombre común, como lo es Zamora, piense en el desarrollo de la ciencia como el culpable de todos los desastres.

          Cada vez que algo notable pasaba, Zamora lo registraba apenas con un ligero temblor, un mínimo erizamiento de su piel, que no era otra cosa que el reflejo de su desconcierto por aquello que no tiene explicación para la lógica de su pequeño mundo. Además, aunque fuera consciente de esos eventos, él sabía que otra cosa no podía hacer: tenía su rutina, su vida hecha y la fatiga de pisar más allá de los cuarenta remando siempre para lograr la ración diaria. El mundo giraba por otro lado, ajeno a su vida.

          Cuando llegó a su oficina —uno de los cuatro apartamentos de ese piso— tomó entre sus manos el candado que sujeta la puerta a falta de una cerradura que funcione. Lo abrió, sacó la cadena que rodea las dos hojas de esa puerta, entró y la depositó sobre el fichero de metal que tiene cercano a la entrada. La abandonó sobre otros papeles que también se acumulan allí arriba. Al cerrar, sobre el vidrio esmerilado de una de las hojas  puede verse su nombre, «Arturo Zamora»,  y debajo el título de «Investigaciones» en letras redondillas, pintado con esmalte negro desde la parte de afuera. Este tipo de identificación —recuerda para sí el pesquisa— lo vio en una serie policial en la recién nacida televisión local y le gustó ese estilo para decorar el frente de su negocio. Tenía que ser algo escueto, serio, que haga creer que en este lugar se cocinan cosas importantes y secretas. Incluso hay días en los que se detiene a pasarle las yemas de sus dedos por sobre la fina capa de esmalte sintético de esas letras, casi con sensualidad, y tiene la sensación que está tocando el nombre de otro, de algún otro al que admira y quisiera emular.

          Rodeó el escritorio en tres pasos al tiempo que se quitaba el saco, brillante en los hombros por el largo uso, y lo depositaba en el respaldo de su butaca. Tiró el diario, todavía enrollado, entre un pocillo con resto de café y el negro aparato telefónico. Quizá éste último sea su bien más preciado de todo lo que hay en el lugar. No es fácil obtener un teléfono en estos años porque, para lograr que le adjudiquen un número, hace falta tener contacto con algún político del ámbito de los servicios públicos, y este aparato es su mejor conexión con el mundo. No tenerlo sería su ruina total, porque nadie va a contratar a un investigador que no tiene ni siquiera un teléfono desde donde comunicarse.

Antes de sentarse se tocó su 32, fabricada por los vascos de Eibar, que lleva entre el cinto y la camisa, y luego, por costumbre o por placer, siguió palpándose la gordura de su abdomen que delataba sus años y su falta de ejercicio. Volvió al revólver, se lo quitó, abrió un cajón y lo tiró adentro. Se sentó, tomó el diario, lo desenrolló y lo desplegó. Empezó a leerlo.

          —Veamos —dijo casi como en un suspiro, y se dispuso a pasar una mañana sin nada que hacer, leyendo el periódico de punta a punta a la espera de que alguien llame a esa puerta con un trabajito que lo ayude a llegar a fin de mes. Ya había pasado las nueve y media de la mañana de este lunes 4 de marzo de 1963. El verano envejecido se filtraba por el ventanal.

          Pasó de largo las primeras páginas porque Zamora siempre empieza a leer el diario por la crónica roja. El título principal hablaba sobre un misterioso asesinato en Sayago; luego, menos destacado, el rescate de una menor de un lupanar y, casi desapercibido, el descubrimiento de un cadáver de un precoz hampón. A Arturo le encantan los términos de los escribas policiales y los tiene registrados en su memoria a casi todos: lupanar, precoz hampón, amigos de lo ajeno, hombre acribillado, los cacos, un cadáver masculino, retenido en averiguación. Planeó por sobre las tres noticias y aterrizó en el misterioso asesinato en Sayago. Lo de misterioso asesinato atrajo su interés de inmediato: era algo que siempre buscaba en el diario, es decir, un hecho con el que pudiera ejercitar su capacidad para desentrañar los enigmas. La crónica narraba el descubrimiento de un cuerpo acribillado dentro de un auto. Lo que más llamó le la atención fue que se trataba de un Studebaker verde, un auto de estilizadas líneas que era uno de sus preferidos dentro de los modelos que conocía. «Bien», se dijo, «es una venganza o, más exacto, un ajuste de cuentas.» Pensó que la noticia era demasiado escueta, pero se inclinó por el ajuste de cuentas. Para asegurarlo, faltaría saber si trapearon el auto, si intentaron quemarlo, si el hombre estaba atado con alambre de fardo, si las patentes seguían en su lugar, si fue ejecutado allí o lo trajeron ya muerto. «Detrás de esa muerte hay un negocio de contrabando. Este hombre se mandó una mejicaneada, lo descubrieron y lo asesinaron. Es lo más probable», pensó, tratando de armar una trama. «Por la zona del Centro está apareciendo mucha baratija de Taiwán y Japón. Quizá este tipo tiene algo que ver», recapituló.

          Estaba en esos pensamientos cuando el timbre de la puerta sonó breve, pulsado con timidez. Zamora levantó la vista por sobre el periódico y fijó su mirada en la puerta de vidrios esmerilados. Hizo un silencio minúsculo.

          —¿Sí? —preguntó con voz cortante. Enseguida se dio cuenta que ese no era el modo ni el tono correcto de atender. Dejó el diario sobre el escritorio y se levantó de la butaca—. Un momento —dijo de manera más amable.

          Abrió la puerta, apenas. Delante de él se encontraba una hermosa mujer. Demasiado bella para esa hora de la mañana y para ese lugar. Y si no fuera tan así de bella, Arturo Zamora la consideró hermosísima. De inmediato sus ojos la fotografiaron de arriba a abajo. Tenía un traje sastre gris oscuro, pollera tubular que le tapaba las rodillas, guantes de cabritilla color crema y altos zapatos de charol. El pelo negro, suelto y con bucles, le caía sobre los hombros y enmarcaba unos espectaculares ojos grises. Llevaba en el rostro un maquillaje perfecto, hecho con prolijidad y destreza, más acorde a una modelo de la revista «Vogue» o una estrella de la tapa de «Radiolandia» que a una vulgar viandante montevideana.

 

(Capítulo 1 de la novela Nada peor que una mujer herida)

No hice nada, pero tengo miedo

Novela

 

 

 

 

 

1

 

 

 

          —No hice nada, pero tengo miedo —le dijo el hombre al investigador, un joven de cuerpo atlético que, tal vez, no llegaba a los treinta años.

          El que dijo esa frase era un tipo de físico menudo que transitaba la década de los treinta años sin que se le notara debido a la frescura de su rostro y al tono claro de su voz. No era un adonis, pero tenía un rostro agradable; lucía tranquilo, aunque su mirada parecía ensombrecida por una preocupación. Dijo eso luego de que le pasaran algunas cosas, de las cuales su interlocutor no conocía ninguna.

          Seis meses antes de que se enfrentase al investigador, este hombre, Fernando, había vuelto al país luego de pasar varios años en España. Salió a tentar suerte a fines de los noventa y recaló en esa península, a la que se veía como un lugar de progreso. Habían sido muchos los años sin tener una mínima estabilidad en su economía; en cierto momento se cansó, tomó coraje y zarpó. Al cabo de un tiempo, una crisis parecida a la que nos abofeteó por aquí comenzó a golpear por allá y, apremiado por las circunstancias, decidió regresar para ver si podía hacer pie de nuevo en su país. Los años en España y algunos estudios completados acá le dieron experiencia en la rama automotriz y al regresar consiguió un trabajo similar. En la Argentina no había dejado familiar alguno, pero tuvo suerte que a los pocos días hiciera amistad con Javier, un compañero que entró a trabajar en la empresa un par de semanas después que él. A medida que pasaban los meses fueron haciéndose más amigos y era con quien llenaba algunas de las horas vacías luego de finalizar la jornada de trabajo.

          De esa manera fue que un día le comentó a este amigo algunos sucesos extraños que le habían comenzado a pasar. Se lo dijo en un bar, casi por casualidad. Desde hacía tiempo, Fernando tenía la necesidad de contarle su problema a alguien, pero no sabía a quién. Temía comprometer a su eventual escucha con un asunto que era sólo de él. Por suerte, fue su amigo el que le permitió esa confesión. 

          —¿Algún problemita de salud, Fernando? —dijo Javier, al mismo tiempo que trataba de fijar la mirada directo a sus pupilas. Lo notó desmejorado.

          —Para nada, estoy perfecto.

          —No sé, me pareció... —dijo, y no continuó la frase; se quedó en silencio y forzó a que Fernando dijera algo.

          —Preocupado—. Fernando soltó esa palabra como si estuviera titulando algo. La dijo mirando a la distancia, vagando su observación en un auto que se alejaba lento y en dos niños que cruzaban la calle—. A veces pasan cosas que a uno le dan para pensar. No digo una cosa, sino varias. Cuando son varias, a uno le dan para pensar.

          —Ah, sí —dijo el amigo, sin agregar nada más.

          —Cada vez que pasa algo imprevisto, me acuerdo de cuando mi tío se mató manejando en la ruta. Vos andás sin problemas, tu vida está tranquila, está todo bien, pero alguien viene y te dice que al tío Quito le fallaron los frenos y se mató contra unos árboles en una ruta. ¿Por qué? ¿Cómo que le fallaron los frenos? Qué sé yo. Le fallaron los frenos.

          —¿Cuándo fue?

          —Hace mucho, yo era demasiado chico. Lo tengo en el recuerdo como algo que pasó en un sueño. No retuve muchos datos; no quiero exagerar, pero ya ni sé cómo era la cara de mi tío Quito. Fue en el 84, y siempre me viene a la memoria cuando me pasa algo medio raro.

          —¿Algo raro como qué?

          —Algo raro. Algo que no sucede como siempre. Gente que nunca viste, de repente, la ves en varias oportunidades, en distintos lugares.

          —¿Sentís que te persiguen?

          —O que me vigilan. No sé —dijo Fernando moviendo los brazos hacia sus costados—. No estoy saliendo de noche, por las dudas.

          —¿Tenés miedo?

          —Hace una semana, cuando volvía del centro, al cruzar una calle casi me atropelló un auto. Me di cuenta a tiempo; pude esquivarlo, y el tipo siguió como si nada.

          —¿Cuándo fue?

          —El sábado pasado. Era de madrugada. La una y pico.

          —Seguro que venía en pedo.

          —Parecía borracho, porque siguió la marcha zigzagueando, sin sacar el pie del acelerador. Pero cuando se me vino encima, me dio la sensación que lo hizo a propósito.

          —¿Vos creés que te siguen? ¿Por qué?

          —No sé —dijo Fernando, pero agregó—: Tampoco puedo decir que me siguen; no estoy seguro de nada, y no sé qué hacer. No quiero meterme en un lío por tratar de saberlo.

          Pareció que el amigo sintió un leve erizado de la piel. Las palabras “meterse en un lío” daban cierto temor a cualquiera. Fueron muchos años de prevención constante en aquellas épocas oscuras que, a pesar de haber pasado tanto tiempo, nunca se fueron de la memoria de la gente.

          —¡Qué cosa! —dijo, pero no agregó nada más. Fernando tampoco quiso hablar; con esa breve charla se sintió un poco aliviado.

          Un par de días después, Javier le dijo a Fernando:

           —Tengo un muchacho que podría ayudarte. Le conté por arriba lo que te pasa. Nos podemos encontrar con él cuando quieras. Fernando dijo un «dale» parecido a un suspiro.

  

(Capítulo 1 de la novela No hice nada, pero tengo miedo)

bottom of page