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Cuentos publicados

 

 

—Recuerdo que recuerdo

—El destino

—El huésped

—Persona

—El cantor

 

 

 

El cantor

 

 

          Como era un cantor que estaba echando fama y andaba de viaje en viaje, de actuación en actuación y de contrato en contrato, vislumbrando muy cercano su futuro como actor de cine, podía suponerse que en unos años más iba a ser un ídolo reconocido en todo el mundo, una de esas estrellas que no se bajan más del pedestal. Pero él no se la creía, era humilde por demás y sólo reconocía tener algunas de todas las virtudes que le endosaban. La coloratura de su voz era innata y especial; esa cualidad era la base de su atracción en la gente. Decían que tenía «una lágrima en la garganta», expresando con ello que su mayor logro era transmitir la emoción de las letras como muy pocos podían hacerlo. El verano boreal de ese año lo encontró en un país tropical haciendo una gira intensa y agotadora. No veía la hora de volver al suyo y descansar unas cuantas semanas. Vivía esos últimos días de actuación con los nervios destrozados, aunque su sonrisa siempre estaba dibujada en su rostro cada vez que se encontraba en lugares públicos. En eso era muy profesional, nunca dejó traslucir —se supo mucho después— los conflictos que tenía con su representante. Esos desencuentros eran una serie de peleas que no tenían ni comienzo ni fin, sino sucesivas treguas entre una y otra, presagiando un final trágico. Y fue lo que pasó cuando entraron al avión, un Junker, que los iba a trasladar de esa ciudad hasta otro pueblo en las montañas. Venían del preembarque cruzándose insultos de una bajeza inusitada. Todas las compuertas de la cordura estaban rotas y los nervios de ambos habían estallado en mil pedazos. La pelea verbal los estacionó en mitad del pasillo del avión. El cantor, fuera de sí, con las venas del cuello a punto de romperse y la saliva espesa en las comisuras de los labios, levantó un puño para estrellarlo contra la cara del representante. Éste, por puro instinto, se inclinó hacia atrás y echó una mano a la cintura. Enseguida apareció una pistola en esa mano. El cantor, apenas vio el reflejo del metal, giró sus talones y corrió hacia delante cuando el avión ya había comenzado a carretear por la pista. Llegó a la puerta del piloto buscando refugio; detrás de él iba el otro tratando de hacer puntería mientras corría. Todo pasó en escasos segundos. El cantor empujó su cuerpo contra la puerta. Ésta se abrió con violencia, y él cayó al suelo. El disparo salió del arma, pasó por encima del cantor y dio en la nuca del piloto. El avión perdió el control, se precipitó afuera de la pista, y enfiló hacia otro que estaba estacionado esperando la orden de salida. El choque y el incendio fueron casi al mismo tiempo. En unos segundos las dos máquinas eran antorchas gigantes en medio de la pista cercada de cerros lejanos. De los dos aparatos lograron rescatar algunos pasajeros y tripulantes; la mayoría quedó atrapada entre las llamas. El cantor y su representante fueron dos de ese desgraciado grupo que no pudo salvarse. Este accidente sucedió hace muchas décadas, pero todo el mundo lo recuerda. No pasa un año sin que algún memorioso reviva la historia de la tragedia y, cada vez que esto sucede, le agregan algún detalle más para hacerla siempre interesante. En la actualidad son tantos los agregados que ya nadie sabe qué es verdad y qué es mentira de ese hecho, y tampoco a nadie le importa. El color del relato es lo que vale para que siga siendo un recuerdo digno de rememorar. Pero, con el paso del tiempo, del que se han olvidado por completo es del cantor. Porque el cantor no era Gardel. Era otro. Y yo tampoco recuerdo su nombre, ahora.

 

 

 

Persona

 

 

          Me dolía la patria. Cuando estaba de pie e incluso cuando me acostaba. En la cama cambiaba de posición, pero siempre me dolía. El dolor fue ganando todos los espacios del día. A pesar de la insistencia de mi mujer y de mis familiares, me resistía a ir al médico. No quería, porque los machos como yo no le tienen miedo a la muerte, pero sí a los doctores.

          Sólo cuando el dolor se hizo insoportable decidí consultarlo.

          El médico me revisó en forma minuciosa, me hizo preguntas para entender un poco más la dolencia, me auscultó, golpeó mis rodillas, tosí, me tomó la presión, y me sentó y acostó varias veces. Al final, luego de pensarlo un rato, dictaminó: me tenían que extirpar la patria.

          Una operación quirúrgica necesaria.

          Al principio lo rechacé. El quirófano me aterraba. Además había oído de un caso igual al mío. Un señor fue operado de lo mismo y se quedó en la mesa. Claro, a él se le complicó porque tenía un hijo exiliado y otro desaparecido.

          Como el dolor seguía y seguía, terminé cediendo. Me hicieron los análisis, me prepararon y un día entré a la sala de operaciones.

          Por suerte resultó un éxito. Me extirparon la patria.

          Hoy como de todo y estoy engordando.

 

 

 

El huésped

 

 

 

          Un día el viejo llegó a casa. Por la manera en que llegó, supe que vino para quedarse. Estaba algo encorvado, pero se sentía vital; en cambio, el pelo lo tenía blanco y escaso. Caminaba con lentitud y, a su vez, disimulaba ser lento, un poco avergonzado de su deterioro motriz.

          Ahora que me pongo a pensar, no recuerdo qué día vino, ni siquiera el año. Tal vez no lo recuerde porque llegó muy en silencio. Llegó con tanta suavidad que perdí el registro de ese día. Casi no hablaba ni se hacía notar. Andaba siempre dentro de la casa, salía muy poco, pero era como si no estuviera.

          Yo lo dejé entrar sin hacer ninguna cuestión; se veía que era inofensivo, incapaz de estorbar o dañar a alguien. Cuando me lo cruzaba, apenas si me miraba. Me saludaba o me tiraba unas palabras bastante sensatas, como son las que dicen todos los viejos que han vivido mucho y han sacado buenas conclusiones de su vida. A pesar de ser amable con él, muy pocas veces me detuve a profundizar esas charlas. Estaba ocupado, no podía perder mucho tiempo y dejar de lado las urgencias, los trabajos a terminar o los temas a resolver.

          Llegó a casa sin nada, sólo que con lo puesto. Para vestirse, usaba mi ropa, que siempre le quedaba mal, por lo chica o porque le colgaba de manera ridícula. Los botones de las camisas apenas le cerraban y debía ajustarse mucho los pantalones para que no se les cayeran. Mi ropa no le hacía una buena figura, pero yo imaginaba que a él le importaba poco. Con el paso del tiempo me di cuenta que no era que no le importara sino que no se veía tan mal; al contrario, puedo jurar que se veía elegante vestido así.

          Con el correr del tiempo empezó a sentir que mi casa era la suya. Se encontraba cómodo viviendo en ella. Nadie lo molestaba ni le sugería que se fuera; incluso era querido por todos, aunque nunca se propuso tener esa consideración de los demás.

          A medida que pasaban los años se le hizo costumbre ponerse mi ropa más nueva, la que yo todavía usaba a diario. Eso me molestó un poco, porque, cuando tenía que vestirla yo, sentía que la había deformado un poco ya que él no poseía un cuerpo adecuado para esos atuendos. Comencé a temer que, con esa ropa deforme, yo pudiera verme como se veía él.

          Hasta que hoy, cuando me levanté y fui frente al espejo del baño, me vi con más arrugas, con el pelo más blanco y un poco más escaso. Nunca me había dado cuenta y esa visión produjo cierto escozor en mi alma. Pero, esto no fue todo. Lo más extraordinario es que yo estaba vestido con la ropa que el viejo usó anoche para dormir.

 

 

 

 

El destino

 

 

 

          Subí al andén de la estación Artigas para tomar el tren que sale de Chacarita. Casi nunca voy a esa estación. Como es la penúltima parada antes de la terminal, jamás vi allí mucha gente esperando el tren. Yo mismo debo haber ido a ese lugar tres o cuatro veces, cuando mucho. Esta vez lo hice porque pasé a cobrar unos pesos en una empresa que estaba enfrente.

          Cuando pisé el andén sólo había una persona esperando el tren sentada en el único banco de cemento. Al ponerme a su lado vi que se trataba de un hombre mayor, de cuerpo menudo, morocho y con la apariencia de obrero de la construcción. Entre sus pies tenía un bolso trajinado, con mucho roce de polvo y tierra. Imaginé que podría contener un cucharín, una cinta métrica, una plomada y algún otro elemento de albañilería. Me echó una rápida mirada haciendo una imperceptible inclinación de su cabeza hacia mí, a manera de saludo. Suspiró muy suave.

          —Qué rutina la vida —dijo.

          —Y, sí, pero hay que pelearla —respondí por cortesía—. Si no luchamos nos vamos al hoyo.

          Fueron dos frases de compromiso. Son las que se dicen, sobre todo cuando quienes conversan son dos desconocidos.

          —Aunque la pelee se va a morir igual —replicó.

          —Bueno, no hay que dejarse vencer tan fácil.

          —Cuando le llegó la hora, le llegó y ya está.

          Nos quedamos callados. Estaba visto, era uno de esos millones de pesimistas que se despiertan cada día un poco más amargados. Quizás un tipo golpeado por la vida, sin esperanza en nada. Lo miré bien, y hoy lo puedo describir con todos los detalles, porque ese rostro no es de los que se olvidan: el pelo era negro, escaso, pegado al cráneo, pómulos salientes, nariz chica, piel brillante y oscura surcada por infinitas arrugas, una al lado de la otra, y los ojos, algo hundidos, tenían el tinte del agua estancada y turbia. Parecía que íbamos a quedarnos en silencio hasta la llegada del tren, pero, luego de unos minutos, dijo:

          —Yo hago que la gente viva o se muera.

           “Loco estúpido”, pensé, “esas cosas no se dicen ni en broma.” Lo miré —una de las suposiciones que cruzaron mis pensamientos era que podía tener un arma y lo decía como advertencia— pero no sentí temor, porque si hay algo a lo que no le temo es a la muerte. El viejo no se movió. Sus manos descansaban sobre los muslos y apenas las levantaba para acompañar sus palabras.

          —¿Ah, sí? —dije.

          —Claro, yo hago eso —respondió dando la sensación que decía algo demasiado obvio.

          —¿Usted maneja la vida de la gente?

          —Yo decido cuánto tiempo van a vivir las personas. Usted, ¿cuánto quiere vivir?

          —¿Qué? ¿Piensa fijarme una fecha?

          —Sí.

Torcí la boca haciendo el gesto de no importarme el tiempo de vida que pudiera llegar a tener.

          —Me da lo mismo. Un día, un año, cincuenta años.

          —Por ejemplo, ¿no le importaría morir mañana?

          La pregunta me tomó de sorpresa y pensé unos segundos antes de contestar.

          —Mañana no. Si uno sabe que tiene un plazo de vida limitado, da para pensarlo mejor. Tal vez preferiría tener un poco más de tiempo para terminar cosas pendientes o dejar arreglado algunos asuntos.

          —¿Cuánto necesita?

          —Un año estaría bien.

          —Bueno, si usted lo quiere, fijemos un año. A partir de ahora, digo.

          —Sí, por supuesto.

          Volvió a quedarse callado. Esta vez fui yo el que reinstaló la charla.

          —¿Cómo hace para manejar la muerte de la gente?

          —No sé, lo hago. Cuando la persona teme a la muerte yo pongo la fecha, pero si es como usted, dejo que ella ponga la fecha. Y ese día se muere.

          —¿Cómo la mata?

          —Yo no la mato, se muere.

          —¿Cómo?

          —No sé cómo. Una enfermedad, un accidente, no tengo idea cómo se morirá. Yo sólo hago que se muera. Sé que mi tarea puede parecerle aburrida, pero estoy en esto y no me ando preguntando por qué lo hago.

          “Qué imbécil es este hombre”, me dije, y delató mi pensamiento una fugaz sonrisa.

          —Somos miles de millones de seres humanos. Para hacer el trabajo que dice tiene que estar en muchos lados —dije.

          —Estoy.

          —Usted está aquí.

          —Estoy en todos lados. Sé que no entiende cómo puedo hacerlo, pero lo hago.

          Se quedó callado. Luego me miró con sus ojos turbios. No parecía desequilibrado ni agresivo. Parecía un viejo bueno.

          —¿No me cree?

          —Es que si puede hacer eso de estar en todos lados, usted es Dios.

          —¿Usted cree en Dios?

          —La verdad que no creo. ¿Usted es Dios?

          —No, yo no soy Dios.

          —Pero, ¿por lo menos lo conoce?

          —¿A quién? ¿A Dios?

          —Sí.

          —No, nunca lo vi. No puedo decirle que existe pero tampoco lo puedo negar. Aunque yo no lo vi, mucha gente dice que Dios existe. No soy quien para contradecir a tantos. Además, que Dios exista sólo tiene importancia para los que creen en él.

          “Una nueva religión”, pensé. “Pero, una religión sin Dios no puede ser. Este tipo está loco.”

          —Vamos, seamos lógicos: usted dice que voy a morirme dentro de un año y no tengo ninguna prueba que termine siendo cierto. Tal vez acierte, pero, ¿qué seguridad tengo que va a ser así?

          —¿Qué me pide? ¿Una prueba?

          —Por lo menos una prueba.

          —¿Para qué quiere una prueba? Con pruebas o sin ellas su plazo ya está fijado.

          —Yo también podría decir: “Dentro de un mes usted se muere.” Luego me tomo el tren y no me ve más.

          —Don Ricardo se va a morir mañana.

          —¿Qué, don Ricardo?

          —Su vecino.

          Me alarmé. La estación Artigas está a más de diez kilómetros de mi casa, a este hombre jamás lo vi en mi vida y dice que don Ricardo, mi vecino que está muy enfermo y que es posible que no pase de esta semana, se va a morir mañana. Lo malo es que puede ser que se muera mañana, como dice este viejo.

        —¿Lo conoce a don Ricardo?

        —Como a todo el mundo.

        —Si usted no es Dios, se le parece mucho.

        —Le digo que no soy Dios —insistió el viejo—. ¿Usted sabe qué cosa es Dios?

        —No.

        —Yo tampoco. Pero no soy tan terminante como usted. Puede ser que exista o que no exista, no lo sé.

        —Entonces, ¿usted quién es?

        —¿No se dio cuenta?

        —No.

        —Soy el destino.

        “Qué hijo de puta”, pensé. “Estuvo tomándome el pelo desde que me senté.” En ese momento llegó el tren a la estación. Estaba tan concentrado en la charla que no sentí el ruido metálico de su paso y el crujir de los frenos. Me levanté, y como vi que el viejo se quedaba sentado, lo saludé y entré en el vagón.

        Busqué un asiento con una sonrisa en los labios, sin dejar de pensar en la manera como ese hombre se había divertido conmigo. “Loco”, me dije. “Qué viejo loco”, repetí para mí. Al rato, nomás, ya me había olvidado del asunto.

        Pero, no van a creer lo que les digo: al año justo me morí.

 

 

 

 

Recuerdo que recuerdo

 

 

 

 

 

          No puedo imaginar a mi mamá de otra manera que en sus años jóvenes. Quizá sea porque yo también me recuerdo niña, y no hay nada que me guste más que volver a ser niña, sobre todo cuando era la única hija. Después llegó Javier, y por suerte yo era lo bastante grande para entender que debía compartir su cariño con ese pequeño —molesto, al principio— que llegó una mañana a la casa y de la cual, me di cuenta al poco tiempo, no se iba a ir nunca.

          Mamá era fuerte. No tanto como papá, pero era fuerte. Tenía brazos seguros y jamás temí que con ella cerca me pudiera pasar algo. Y era más linda que las otras madres con las que se juntaba en la plaza cuando íbamos a jugar en el arenero. Nunca entendí cómo los otros niños podían tener madres no tan lindas y sin embargo quererlas. Admiraba a esos niños, admiraba su inmenso amor que no se fijaba en que sus madres no fueran tan lindas y, sin embargo, las abrazaban y las besaban con un cariño ilimitado, excesivo, de la misma manera que yo besaba a mi mamá.

          A papá lo veía muy poco tiempo por día. Apenas llegaba, cuando el sol ya no estaba, cenábamos y enseguida nos despedíamos hasta el otro día. Cada uno se iba a descansar. A la mañana siguiente yo volvía al colegio y él a su trabajo. En aquellos años pensaba que para mi papá era más importante el trabajo que su familia. En cambio, para mamá no había nada más importante que estar en casa y cuidarme. Será por eso que a papá siempre lo tuve en un lugar más lejano de mis afectos y muchas veces confundí el amor por él con el temor y el respeto hacia alguien que apenas conocía.

          Cuando llegó Javier nuestro hogar cambió. Mi mamá ya no era del todo mía; me di cuenta que, por obligación, debía compartirla con Javier que se había transformado, durante algunos días especiales, en alguien digno de más atenciones que yo. El médico decía que era un niño sano —sano y fuerte, como mamá— pero yo no lo veía así. Cada tanto estaba enfermo. Si no le dolían las encías tenía resfrío o vomitaba la comida o había que cambiarle muchas veces los pañales. La casa, por ese tiempo, se había tornado muy desagradable. Yo había pasado a ser alguien casi transparente y nadie se fijaba en mí, y pasaban varios días sin que me preguntaran qué tenía o qué no tenía, qué quería o que no quería, o por qué estaba enojada, porque me restregaba las manos por los ojos hasta que me salieran lágrimas y porque no hablaba tanto como antes.

          Pero eso fue un tiempo. Con el correr de los años me di cuenta que Javier había llenado un espacio vacío. Era mi hermano y también mi amigo. Como yo era la mayor, le decía a qué íbamos a jugar y él me seguía. Hasta llegaba a imitar mis frases, decía los mismos chistes que yo y buscaba copiar mis gestos al hablar. Era mi sombra y me encantaba que así fuera. Alimentaba mi propia estima y me servía de compañía cuando en casa pasaba algo que desviaba la atención de mis padres. Como cuando falleció la abuela.

          Una tarde de sol, un hermoso día de principios de primavera, vinieron a avisarle a mamá que su madre estaba grave. Eran mentiras, había muerto y no quisieron decírselo en el momento para que fuera preparándose para lo peor. Como fue de golpe, era necesario que asimilara la noticia. Según mi padre, mi abuela era joven aunque a mi me pareciera que tenía muchísimos años porque en esa época casi duplicaba los años de mi mamá, que era tan grande que ya había cumplido los treinta.

          La tristeza de mi madre fue enorme y por un tiempo la noté muy viejita. Se había puesto como se ponen las flores que uno olvida en un florero arrinconado en el sitio más oscuro de la casa. Yo trataba de alegrarla, y todavía me acuerdo cuando mi papá le dijo: “La vida continúa”, sin agregar nada más. Era eso, la vida continúa, y a mí me pareció algo tan lógico que en ese momento no entendí cómo podía ser que a mamá no se le hubiera ocurrido que era así, que la vida sigue, que todas las noches iríamos a dormir y todas las mañanas nos despertaríamos para seguir viviendo. Era así, no había necesidad de que mi padre se lo dijera.

          Por suerte el tiempo alivia y a veces borra las penas. Mamá se dio cuenta que debía seguir sin tener a su madre con ella y volvió a ocuparse de nosotros con más pasión que antes. Javier estaba más crecido y había empezado a salir con papá, sobre todo los domingos. Les gustaba el fútbol, y como a mamá y a mí nos dejaban solas podíamos aprovechar para charlar todo el tiempo y salir a pasear o a hacer compras, algo que nos apasionaba a las dos. También nos entreteníamos haciendo planes pensando de qué manera festejar los cumpleaños de cada uno. Nos daba por imaginar los vestidos que nos pondríamos y a qué amigos invitar.

          En el estudio me iba bien; en cambio, a Javier no tanto. Mamá libraba una lucha constante para que no dejara de tomar los libros. Sufría por cada examen que debía dar y lo reprendía con severidad cuando lo aplazaban. Javier, pobre, no estaba dotado como estamos las mujeres para entender con tanta facilidad los textos de estudio. Cada nuevo aprendizaje era una batalla contra su torpeza para comprender lo que le enseñaban. A duras penas sorteaba los años de colegio y ni los retos de papá podían hacer que su cabeza fuera un poco más receptiva a las palabras de los profesores. Con el correr de los años fue dándose cuenta cuáles eran sus virtudes y encaminó su vida hacia la carrera que le resultaba más fácil. Si bien no era muy inteligente tenía la capacidad de ser práctico y eso lo ayudó mucho en su ubicación en la vida.

          No recuerdo bien, pero creo que yo dejé los estudios apenas entré en la universidad. Eso es algo que hoy no lo tengo muy claro, porque a mí me gustaba estudiar y aquellas tareas, que para cualquier alumno eran una pesada carga, yo las sentía placenteras. Los nuevos conocimientos los tomaba como un divertimento.

Por eso no sé por qué dejé la universidad. Quizá, como soy una niña, todavía no tengo edad para estudiar allí.

          Un día papá dejó de venir a casa. No fue por un tiempo corto. Dejó de venir por varios meses y cuando volvió había pasado cerca de medio año. Mamá nos explicó que las parejas no siempre duran toda la vida. Que hay veces que es mejor separarse cuando la convivencia dejó de tener sentido. Que en ocasiones uno deja de amar aquello que fue una pasión en otro tiempo. Que seguían siendo amigos y que papá sería nuestro papá siempre.

          Javier, al principio, no estuvo de acuerdo con la separación y por un largo lapso no le habló a papá, incluso cuando éste venía a visitarnos. Javier siempre estuvo del lado de mamá y además era muy pequeño para entender las complejidades del corazón.

          Mamá siguió sola por la vida —sola, con nosotros— y yo vi cómo iba envejeciendo año a año. Vivía para nosotros, y nosotros sabíamos, aunque nos doliera pensarlo, que también algún día íbamos a dejarla sola. Javier alargó su soltería y fue remiso a casarse por cariño a mamá, pero al final una jovencita pudo más que el amor hacia ella y dejó la casa. Yo no recuerdo que hice pero creo que también la dejé sola. Creo que me casé, pero me parece que se vino a vivir conmigo, aunque eso tampoco lo tengo muy claro. Hay veces que los recuerdos se me amontonan y son tantos que nos los puedo ver, y otras veces se evaporan en un manto neblinoso. Creo que esto último me sucede cuando se me empañan los ojos, y con los ojos empañados no puedo ver los recuerdos. Hago mucho esfuerzo, de eso estoy segura, pero los recuerdos saltan de aquí para allá y se escapan cuando quiero mirarlos. Como no se quedan quietos, no puedo verlos con claridad. Pienso que si es verdad que se vino conmigo, ¿dónde está? A veces trato de buscarla por la casa, pero no puedo encontrarla.

          Una vez sorprendí a mamá mirándose en el espejo y descubriéndose las arrugas que estaban alrededor de su boca. Con sus manos se las estiraba y volvía a mirarse para verse como cuando era joven. Al final, dejó el espejo convencida de lo inútil de intentar volver atrás el tiempo. En ese momento se me cruzó por la mente que tal vez estuviera pensado en papá. Pero papá no debía estar pensando en ella. Si lo estuviera haciendo habría vuelto a casa, a quedarse, para siempre.

          Mamá, sin que Javier ni yo nos diéramos cuenta, cayó en ese pozo llamado vejez y éste se la tragó sin que pudiéramos hacer nada. Un día se despertó, se sentó en la cama —creo que ya estaba viviendo conmigo y creo que yo me había casado— y dijo: “La luz”. Se quedó mirando hacia donde estaba yo, pero sin verme. Le hablé, le pregunté qué le pasaba y ella dijo, de nuevo: “La luz”. Me alarmé, quise volver a hablar, pero ella comenzó a repetir: “La luz, la luz, la luz, la luz, la luz...”, y siguió repitiendo esas dos palabras, cada tanto, durante todo el día. A la noche, se despertaba y las seguía diciendo. Fue una jornada del infierno, nos volvió locos a todos en la casa.

          Los médicos que la vieron dijeron que era irreversible, que lo único que podían hacer era tratar de que llevara esa enfermedad de la mejor manera. La vejez no tiene cura, nos dijeron, y eso era algo que yo no podía entender.

Yo soy una niña, no puedo entender que las cosas sean irreversibles. No puedo entender que mi mamá, tan fuerte y tan linda, envejezca. Tampoco entiendo que yo, siendo una niña, haya descubierto, así, de golpe, que mis manos se parecen a los sarmientos de la vid. Que son nudosas, y que la piel es más grande que la carne y cuelga y está arrugada. Hoy, cuando me las miraba, las encontré salpicadas de manchas marrones parecidas a las pecas pero de un tono más desvaído, de un marrón apenas pronunciado sobre la piel con infinitas arrugas.

          A veces veo personas que vienen a casa. O viven en casa, no podría precisarlo con certeza. Hay momentos en que reconozco a alguno. Hoy sentí que alguien dijo: “Mamá”, y me tocó el brazo. Fue por eso que me miré la mano y vi las pecas en el dorso.

          Me asusta que no recuerde cosas que hasta ayer recordaba. Ayer, cuando volví del colegio, mi madre me esperaba en la puerta, me alzó en brazos y yo sentí la fortaleza de su cuerpo. Luego me besó en la mejilla y la miré. “Es tan linda”, me dije. Eso lo recuerdo, pero, ¿qué pasó después? Creo que me casé y que mi mamá tuvo una enfermedad irreversible. ¿Y antes de que me casara? ¿Y antes de que mi mamá tuviera una enfermedad irreversible? Por más que lo intento, no puedo imaginar a mi mamá de otra manera que en sus años jóvenes. Quizá sea porque yo también me recuerdo niña, y no hay nada que me guste más que volver a ser niña, sobre todo cuando era la única hija. Después llegó Javier, y por suerte yo era lo bastante grande para entender que debía compartir su cariño con ese pequeño —molesto, al principio— que llegó una mañana a la casa y de la cual, me di cuenta al poco tiempo, no se iba a ir nunca.

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