Iba viajando con el libro abierto, leyéndolo, y estaba a punto de bajarme en Diagonal Norte. Se abrió la puerta del tren subterráneo y yo di un paso hacia el andén en el mismo momento que Ulises le daba una naranja a la cándida Eréndira. Ella la partió y apareció un diamante fulgurante. El diamante y la naranja cayeron al piso de baldosas terracota de la estación, pero la joven seguía en el lecho sosteniendo en sus manos otra naranja. Ulises, el muchachito de ojos de océano, le había traído varias y ella estaba maravillándose con un nuevo diamante.
Intenté buscar la naranja perdida. La gente se amontonó frente a las escaleras tratando de huir de la sofocación de ese clima de caverna pegajosa. Nadie la vio; sólo yo la divisaba rodando entre las decenas de zapatos que iban y venían. La naranja y su diamante rodaban entre los pies de la gente y la muchedumbre ni se enteraba. Sonreí imaginando qué diría García Márquez si supiera que su cuento se desbocó en una galería del subterráneo y dejó caer una naranja en un lugar tan lejos del desierto y del mar, entre personas que nada saben de contrabandistas o de vientos que traen las desgracias.
Luego, haciendo un último intento por atraparla, cerré el libro imaginando que de esa manera la naranja volvería a su seno. Pero fue inútil. La había perdido para siempre, y supe que cuando vuelva a abrir el libro —hoy, mañana o dentro de un año— esa naranja, esa única naranja que rodó por el piso de baldosas terracota de la estación de subte, no estará más habitando sus páginas.