Cuentos del maligno
- Ediciones Casa de Papel
- 8 ene 2016
- 2 Min. de lectura

Muchos de los notables literatos que admiro han escrito alguna vez un cuento con el Diablo como protagonista. Herederos de la cultura judeo-cristiana, este personaje es sentido como alguien real, antropomórfico y metido en nuestra realidad temporal, justo él que anda fuera del tiempo tratando de ser el eterno rival de Jehová.
Su misión, su única misión, es bajar a la Tierra intentado comprar nuestra alma. Mis queridos escritores siempre hacen fracasar el intento infernal, acorde a la ética y la moral que nos atenaza. Salvo en el Retrato de Dorian Gray y en el Fausto, el ángel caído nunca pudo triunfar en sus propósitos. Rodríguez, el displicente paisano del cuento de Paco Espínola, enloquece al Diablo con su falta de entusiasmo hacia lo que éste le ofrece: oro, poder, mujeres... Tampoco el Diablo que deambula por el barrio de Flores, donde Dolina coloca sus relatos, tiene mejor suerte: no puede lograr corromper una sola alma de ese lugar. El Diablo que contrapuntea con Florentino en las coplas venezolanas, no puede llevárselo al Infierno. En ese caso, Florentino dice que a Satanás “lo encontró el día queriéndome atropellar”.
La tarea de comprar almas es una misión trasnochada que vanamente intenta este ser, extraviado en su terrible ignorancia. La compra y la venta sólo se dan cuando lo que se trafica corresponde a este universo material y temporal. Sólo comerciamos lo que vemos, lo que tocamos, lo que sentimos que ocupa un lugar con tres dimensiones. Belcebú fracasa porque todavía no se ha dado cuenta que es imposible comprar la esencia.
Las almas —cualquier niño lo sabe, pero nunca está de más que lo repita— pertenecen a ese no-lugar que carece de tiempo, y también de espacio. Hablo del mundo real, el único.
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