En la cola
- Ediciones Casa de Papel
- 15 ene 2016
- 1 Min. de lectura

Temprano, cuando llegué a la cola para hacer un trámite municipal en la Costa de Oro, en el lugar ya se encontraban tres personas. Enseguida llegó una señora mayor. Los que estaban antes que yo habían hecho esa clásica amistad fugaz de las colas y charlaban de sus vidas.
—Tengo todos los trámites hechos y espero jubilarme dentro de poco. No sabe las vueltas que di —dijo el señor que estaba primero. Detrás de él, una señora enfundada en un enorme chal a pesar de la temperatura de verano, contestó:
—Ah, sí, para todo hay que dar vueltas. Hace un tiempo llamé para que vinieran a tapar un pozo que hay frente a mi casa y tardaron un mes en hacerlo.
—Después quieren cobrar impuestos —dijo el tercero. Y añadió—: Encima nos cobran el servicio eléctrico más de lo que consumimos, porque hay quienes se cuelgan de la línea y la compañía hace un prorrateo entre los que pagamos. Pagamos por los que no pagan.
—Dígame a mí —volvió a hablar el futuro jubilado—. La semana pasada vinieron a pedirme una escalera para colgarse de los cables. Les dije que no. Para colgarse, no la presto.
La señora que estaba detrás de mí y que escuchaba con atención, me dijo por lo bajo:
—¡Cuántas cosas se dicen en estas colas! Si hubiera aquí alguien que escribiera...
Yo la miré y le hice un gesto para que supiera que me asociaba a su pena porque aquí no se encontrara nadie con la facultad de escribir, pero también pensé que estos diálogos, que deslumbraban a la mujer, no eran dignos de ser contados.
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