Por ser el menor en mi familia, algunas controversias que surgían entre mis hermanos las veía con cierta lejanía, algo que hoy podría confundir con imparcialidad. Una de las polémicas clásicas era por la música: mis hermanos compraban discos de tango y mis hermanas discos de boleros. Hablo de una época donde sólo existía la radio y ese aparato no era suficiente para el fanatismo musical de los jóvenes, atiborrándolos de frágiles discos de 78 revoluciones, que debían suplantarse cada tanto porque se estropeaban con facilidad.
Irreconciliables ambos grupos —las familias numerosas dan para eso—, vivían adjudicando adjetivos desagradables a los intérpretes de uno y otro sector. Pero sólo uno era aceptado por todos: Romeo Gavioli, el violinista y cantante dueño de un estilo que viene traspasando las décadas sin perder frescura, personalidad y emoción. Gracias a Gavioli, el ritmo del candombe saltó desde la calle al escenario de los bailes, volviéndose una música trasversal a todas las clases sociales. Hizo que aquellos trabalenguas en idioma del continente negro —o, quizás, un invento fonético sobre esos exóticos lenguajes— fueran repetidos por los orientales, aunque sea una vez, por lo menos. ¿Qué montevideano de los años 50 o 60 no dijo, tratando imitar el ritmo de Gavioli: tumbalalá, tumbalalé, tumba, tumbalalá?
Se nos fue muy rápido y ahí, cuando nos enteramos de su muerte, supimos que la felicidad y el éxito no siempre van por caminos paralelos. Pero esa triste explicación es para otro relato.
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