No sé si la humanidad reconoce más al héroe triunfante que al magnífico derrotado. Quizá los que se rigen por el galardón o el trofeo elijan al ganador antes que a los esplendorosos perdedores. Jesús, el hijo de María y José, fue uno de esos que parecía signado a la derrota unánime. En nuestra América pudo ser Bolívar —¿asesinado, tal vez?— y Artigas, con su prisión por décadas que terminó con una impiadosa derrota intelectual. En un orden más modesto, pero no por ello menos brillante, Romeo Gavioli fue también un hombre signado por el fracaso.
En la época que yo transitaba mi niñez, Gavioli estaba en su aparente magnificencia; su música era escuchada, cantada y bailada por todo un pueblo. Por su resonancia, Alberto Castillo incorporó varios temas a sus espectáculos, cuerda de tambores incluida. Este violinista y cantor había subido el ritmo del candombe al escenario de los teatros y bailes. Ya los tamboriles no sólo desfilaban por calles y avenidas, ya no eran un ritmo que callejeaba o andaba en los tablados de barrio; ahora estaba tuteándose con el tango, el bolero y los ritmos internacionales. Luego de Gavioli, el candombe no bajó jamás de ese lugar.
Me hermana mayor me contó que Romeo Gavioli se quiso suicidar cortándose las venas, pero no logró su cometido. Sin embargo, intentó de nuevo, esta vez arrojándose al vacío. Tampoco lo logró, pero quedó con una renguera que lo obligada a usar bastón en sus presentaciones. ¿Qué cosa tan terrible le sucedía para querer irse porfiadamente de este mundo? Nunca lo supe. Mi hermana no me lo dijo; tal vez tampoco lo sabía.
Un día nos despertamos con la noticia de que un automóvil había caído en las aguas del puerto de Montevideo. Una grúa lo rescató; vi en un diario la fotografía del auto colgando de esa grúa. Dentro del vehículo estaba el cuerpo sin vida de Gavioli. Con pena, supimos que lo había logrado.
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