Canto a las proezas
- Ediciones Casa de Papel
- 11 mar 2016
- 1 Min. de lectura

La poesía y la música, unidas, logran que algunos hechos queden para siempre en la memoria de la gente. Son, para las generaciones siguientes, aquellas epopeyas que tienen el valor de ser cantadas y recordadas ad infinitum. Mi madre, que nació y pasó su primera adolescencia en un recóndito lugar de Tacuarembó, ejercitó su modesto aprendizaje de la lectura con versos como los de La loca del Bequeló, de Ramón de Santiago. Cuando me lo relataba, recordaba también cómo sus lágrimas iban mojando las hojas al leerlos. Ella me recitaba los versos, entonando la música que alguien le había puesto y yo, con mis pocos años, veía a esa gesta solitaria como algo grandioso: “Una mañana... ¡maldita sea! / cuando esta guerra se pronunció, / mi esposo tierno me dio un abrazo, / llorando mucho a su hijo besó, / pálido el rostro tomó su lanza, / montó a caballo, triste, y partió...” Más adelante, esa grandiosidad se parangonó con aquella de Homero: “Canta, oh, diosa, la cólera del Pelida Aquiles...” o el anónimo del Mío Cid: “De los sos ojos tan fuerte mientre lorando / tornava la cabeça y estava los catando...” Y más acá, a Gabino Ezeiza: “Heroica Paysandú, yo te saludo, / hermana de la patria en que nací, / tus glorias y tus triunfos esplendentes / se cantan en tu tierra como aquí...”
Sentía que todas eran hazañas emocionantes, enormes y trascendentes. Con el tiempo me di cuenta que esos sucesos tan dispares sólo podía recordarlos unidos porque fueron tomados por el arte, ese tamiz maravilloso que transforma un hecho simple en algo que traspasará los tiempos.
jparissi@gmail.com
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