Plaza Miserere
- Ediciones Casa de Papel
- 1 abr 2016
- 1 Min. de lectura

A la media tarde uno cruza con cierto temor la plaza Miserere, en el Once. Imaginamos que alguien, en un descuido, nos arrebatará la valija o nos hará el cuento del tío para sacarnos unos pesos. Uno la cruza, bajo el cielo encapotado del otoño y con la humedad mojándonos la ropa. Allá están los viejos sentados en los bancos mirando a las pocas palomas que bajan a comer; más acá los que pasan presurosos; aquí, el yiro joven y ya estragado fumando un cigarrillo para pasar la tarde; y diseminados junto a los viejos árboles el vendedor de maíz acaramelado, el negro de los anillos y la boliviana que ofrece verduras y ají molido.
Encima de todo esto, metido entre todos, se siente al predicador, un hombre de rasgos toscos y voz ronca que dice su sermón arrastrando las erres o cambiándolas por yés.
—Por la sangre de nuestro señor Jesucristo, que fue muerto y resucitó —dice, en un monólogo que no tiene fin ni fisuras, ni paréntesis, ni silencios. Su cabeza va hilando una frase tras otra, aprendidas en largas sesiones con los pastores que lo catequizaron. Uno intuye que no dejar de hablar es su misión principal. Grita, se pasea, mira al cielo mientras predica, y agita la Biblia que jamás abre. Va inventando sobre la marcha versículos y frases que tienen cierto parentesco con las del libro sagrado.
Sigo caminando, y continúo escuchándolo. Son las cuatro y pico de una tarde cargada de tormenta. Es casi obvio, pero debo decirlo: en esta media tarde de la plaza Miserere, el predicador es un desocupado más.
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