Charlas de viaje
- Ediciones Casa de Papel
- 8 abr 2016
- 1 Min. de lectura

Iba sentado en el bus cuando escuché a mi lado la voz de un joven.
—Fue ella la que decidió cortar como novios. Lloró un poco; yo, no —dijo el jovencito, de pelo castaño y muy largo, a su compañera de viaje.
Su amiga, menuda y bonita, asintió y reafirmó.
—Siempre buscó al novio perfecto. Y no lo va a encontrar —dijo la chica y largó un adjetivo vulgar a propósito de la falta de lucidez de la otra que no supo valorar al jovencito de pelo largo. Luego, agregó—: ¿Te acordás del aquel rubiecito? Me costó cuatro horas hacerle entender que no podíamos seguir nuestra relación. Él si que lloró mucho. Encima, cuando bajamos por el ascensor para abrir la puerta de calle, tuve que mirarle la cara durante los ocho pisos.
—Nosotros nos pasamos un par de horas para cortarla —dijo el jovencito—. No es bueno que hayamos terminado, pero seguimos siendo amigos.
Ella reiteró dos veces lo tonta que era esa ex novia y él volvió cada tanto a dar otros detalles de la ruptura. Del rubiecito, ninguno de los dos habló más. Era una letanía de tristes —y a la vez hermosos— amores juveniles.
Yo, que no podía eludir escucharlos, los miré de reojo. A pesar de tantos desencuentros y sinsabores, ambos, con total naturalidad, estaban disfrutando del paraíso terrestre, ese sutil lugar donde sólo se accede siendo joven.
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