El otro día me alcanzaron una fotografía. Querían que la mirara; el que me la dio tenía el brillo en los ojos de quien muestra un pequeño tesoro. Eso siempre nos pasa cuando descubrimos fotografías donde están viejos amigos o situaciones que creíamos olvidadas. Pero, ¿qué vemos ahí? En principio, recuperamos años más jóvenes y nos alejamos por un rato de lo que somos ahora. Tal vez ningún tiempo —ni pasado, ni presente, ni futuro— sea real. Tal vez estemos sumergidos en una fantasía sin dimensión, pero, dentro de esta convención, si hay algo que nunca tendrá magia es el presente. Sentir la vehemencia del lapso que transcurre no nos deja opción de encontrar ese sortilegio y sólo en la remembranza hay cabida para sumergir el alma en el exacto lugar de la ensoñación. En la foto está aquel que fue y, aunque nos resultaría imposible rescatarlo para traerlo al presente, está ahí esperando que nosotros accedamos a meternos en la foto para volver a compartir ese momento.
Hoy, a través de un mail, Néstor me comentó que anduvo por Piriápolis y yo le mandé una foto para recordarle de cuando anduvimos por allí décadas atrás. A su vez, él me comentó de aquellos viajes y me nombró a un amigo. Y yo le pregunté por ese amigo, del cual ninguno de los dos sabemos nada.
No es mentira; la emoción es real, anduve con Néstor, con Carlitos, Chichito y el Turco por Piriápolis. No ayer ni hace cincuenta años. Estuve hoy.