Un amigo dibujante puso en su página de Facebook la tapa de un folleto de una escuela de dibujo porteña de los años 50. Ese folleto —“12 artistas famosos” decía en su portada— me recordó que yo había pedido por correo su envío cuando soñaba con hacer el curso de dibujo por correspondencia. Hasta el día de hoy tengo la imagen del momento en que lo recibí: todavía estaba en la cama, transcurría la media mañana de un día del verano viejo, cuando apareció me mamá con el sobre. Emocionado, lo abrí y me deslumbré con el folleto porque, además de las indicaciones de cómo sería el curso, tenía obras de los doce dibujantes a los que admiraba. Estaba en mis manos una joya jamás imaginada. Pero el deseo de hacer el curso me duró sólo unas semanas. Con tener ese folleto y disfrutar de esos dibujos ya era suficiente. Al final, mi desarrollo fue como dibujante autodidacto. Ni siquiera hice Bellas Artes, a la que ingresé pero no concurrí nunca, porque sus horarios coincidían con un campeonato de ajedrez en el que iba invicto.
Siempre me pesó no haber estudiado con un programa y eso lo tuve como una falencia, algo que me impedía avanzar, aunque nunca supe el grado de esa insolvencia, si es que la había. Me pesó por décadas, hasta que un día, hablando con un escritor amigo, también hecho sin estudios formales, me sacó esa piedra del alma cuando me dijo:
—¿Sabés para que se hicieron las universidades? Se crearon para que los autodidactos comenzaran a enseñar a aquellos que no saben aprender por sí mismos.