Volver
- Ediciones Casa de Papel
- 20 may 2016
- 2 Min. de lectura

En algún momento, luego de recorrer el camino de la vida marchando siempre hacia delante, todos tenemos el deseo de regresar a un punto de nuestra existencia, ese lugar donde nos sentimos protegidos o queridos o acompañados. Cada uno sabe cuál es ese sitio, que ya no existe tal como lo vivimos, pero que aún resiste en un rincón de nuestra memoria.
Volver puede ser el tango que escribió Le Pera, en el que el personaje busca regresar al lugar donde se siente amparado. O el que sufre porque no puede tornar, como en el tango de Cadícamo: “Tirao por la vida de errante bohemio / estoy, Buenos Aires, anclao en París”. El Serrat que quiere regresar y no puede porque se ha extraviado, y dice con amargura: “No es que no vuelva porque me he olvidado, / es que perdí el camino de regreso, / mamá”.
Todos tenemos esa zona, ese pedacito de tiempo que es único e intransferible. Sentimos que ese lugar está ahí, como esperándonos, y nosotros imaginamos que lo encontraremos tal cual lo dejamos, sin cambios, con la escenografía que nos hará felices de nuevo. Y esta vez para siempre.
El símbolo máximo de este lugar y del deseo de volver a él está en El ciudadano, de Orson Welles. Ese millonario poderoso, que decidía con sus empresas y su dinero qué era lo que se debía saber o no, y que manejaba las noticias a su antojo, sólo aspiraba a regresar a su humilde infancia vivida en un pueblito perdido. Deseaba, al momento de morir, estar con Rosebud, su pequeño trineo con el que se divertía en la nieve. Sólo eso.
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