Un sueño que sepamos todos
- Ediciones Casa de Papel
- 17 jun 2016
- 1 Min. de lectura

Al hijo se le ocurrió contar, durante la cena, un sueño recurrente. Aceptaron escucharlo; esa era una manera de cortar la rutina de la charla cotidiana sobre la desocupación, la falta de dinero y los cambios azarosos del rumbo económico del país. Sonó que estaba en la casa de su primera infancia y volvía a verse con sus amigos. La madre dijo que a ella le sucedía lo mismo, pero su sueño la llevaba al lugar en donde pasó su juventud. La hija contó que soñaba a diario con la última excursión de fin de curso junto a sus compañeras del secundario. Y el padre recordó que su sueño recurrente más habitual lo volvía a situar en un tallercito que tuvo a los veinte años. Cuando estaban levantando la mesa, la madre comentó:
—No hay nada mejor que soñar. En los sueños hacemos lo que queremos y somos lo que deseamos.
—Pero el sueño nos aísla —se quejó el padre—. Cada uno está en el suyo.
—Podríamos soñar un solo sueño, todos —dijo la hija—. De esa manera, estaríamos juntos.
—Sería fantástico —aprobó la madre.
Cada uno decidió contar lo que quería soñar, y los cuatro acordaron tener el mismo sueño. Tomaron recuerdos gratos de cada uno y armaron el delirio más hermoso que se les ocurrió. Así, la familia comenzó a vivir una nueva vida todas las noches. Soñando. Las pesadillas quedaron en el día.
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