Apenas cumplidos los dieciocho, este muchacho ejecutó uno de los ritos del porteño: con dos o tres amigos tan jóvenes como él partió de vacaciones a la otra orilla. En esos pocos días de holganza trató que todo pasara de manera presurosa. Correteó la noche visitando boliches y sitios ignorados por los mismos lugareños. Durante el día pisó la arena de la playa a la hora en que nadie se atreve, con el sol cayendo a pico, buscando concretar la fantasía de la caza furtiva de un amor de verano. Finalmente, en esa costa tranquila y cordial conoció a una joven. Ella sintió el halago de este muchacho con acento diferente al suyo, y ambos vivieron un romance pueril, como corresponde a un cazador novato. Antes de que se diera cuenta, sus modestas vacaciones concluyeron, y el muchacho debió irse. La jovencita escuchó la promesa de un regreso en el próximo verano.
Luego, pasaron muchos años. ¿Cuántos? Todos. El olvido y el recuerdo cayeron sobre los dos. El olvido de la promesa y el recuerdo de esos días que el muchacho recordará siempre, porque cada vez que alguien le habla de la otra orilla, dice:
—¡Qué buena gente! Yo estuve hace mucho, y sueño con volver para quedarme a vivir ahí.
Pero no es cierto, él nunca va a volver. Es sólo un sueño para mantener vivos sus dieciocho años. En el fondo sabe que cualquier paraíso siempre será un Edén perdido.