Caminaba por la calle de los bancos, pasadas las seis, de regreso a casa. No había mucha gente, tal vez eran menos de diez personas en esas cuadras. Al llegar a una esquina vi a dos hombres abrazados. Uno era muy joven y alto; el otro, un hombre que había pasado los cincuenta, más bajo y con su mollera calva. Es común que dos hombres se abracen mientras se palmean la espalda, pero este abrazo era prolongando y estático. El más joven estaba de espaldas a mí, sólo veía el rostro del mayor que se apoyaba en su hombro. De lejos se le notaban lágrimas en los ojos, mientras movía sus labios diciendo palabras que yo no llegaba a escuchar. Lo invadía un dolor tan grande que no era necesario escucharlo para saber que algo irremediable le había pasado. El otro, con su abrazo, lo contenía.
La diferencia de edad daba a entender que los roles estaban cambiados, pero pensé que no es tan así. Los adultos nunca dejamos de ser niños, ¿por qué no nos puede consolar alguien más joven? Siempre llevamos un niño dentro, aunque tratemos de esconderlo debido al pudor que nos da que los demás lo sepan.
Aunque disimulado, el niño siempre está ahí y corremos a buscarlo cuando la adversidad nos golpea. Necesitamos de él, porque los adultos no somos tan fuertes como ellos para sostenernos en la desgracia. Nuestro niño se hace cargo de lo que nos pasa y nos suplanta hasta que la tristeza desaparece, tal vez barrida por las urgencias que la vida nos pone delante para que sigamos siendo adultos.
Él nos entiende y vuelve a quedar oculto; siente que es nuestro mandato, porque ambos sabemos —él y nosotros— que no tiene otra opción.