Un escritor amigo publicó un libro que cuenta historias del lugar donde vivo. Mi barrio es muy pequeño comparado con lo grande de la ciudad, pero no por chico deja de ser particular. Cuando uno ve fotografías aéreas de la zona, mi barrio se distingue con claridad: es un sector que, de punta a punta, tiene el tono anaranjado de sus techos de tejas. En ningún otro sitio es tan uniforme ese color, porque así lo imaginó Zeyen, el hombre que soñó y llevó a cabo su construcción.
En sus narraciones, mi amigo introdujo en nuestra vida diaria —la que transcurre entre vecinos— una serie de elementos fantásticos. De ese modo, historias que han ocurrido en otros lugares o personajes míticos de otras épocas, pasaron a transitar por acá y se metieron en el barrio, generando relatos que atrapan, en algunos casos por sus desarrollos emotivos y en otros por sus sucesos tenebrosos, insólitos o fantásticos que, a pesar de ser creíbles, escapan a toda lógica. Lo irreal se licuó entre nuestras casitas de tejas, se cobijó debajo de los árboles y caminó sobre las exiguas veredas.
Escribir imaginando aquello que tal vez nunca sucedió —aunque nadie puede estar seguro que no haya pasado— se lo juzga como un pasatiempo intrascendente. Pero no lo es. Ningún lugar posee encanto si antes no hubo alguien que narró sobre ese sitio una historia conmovedora o un relato que nos mantuvo con el aliento contenido del principio al final. Con este libro, mi barrio comenzó a tener magia y esos fantasmas que volcó en su libro hoy transitan por nuestras calles, de la misma manera que el Quijote anda por las llanuras manchegas desde hace más de cuatro siglos.