Cada puerta de la ciudad esconde mucho talento. Y no es que sea esto algo propio sólo de la ciudad de los porteños. No. Cada ciudad, cada pueblo, cada villa tienen escondidas múltiples ideas, proyectos geniales, originalidades que deberían salir a la luz.
Pero ahí están, detrás de infinitas puertas que no se abren o que apenas se entornan. Lo sabemos quienes andamos de aquí para allá, gastando veredas, salpicándonos con el agua embarrada de los bordes de las calles, sorteando las baldosas flojas, pisando los papeles que tiran aquellos que todavía no se acostumbraron al canasto municipal.
Leroy Leroy es uno.
Cuando entro a la casa y me siento detrás de la taza de té humeante, Leroy Leroy empieza a contarme lo que ha hecho, lo que está haciendo, y lo que piensa hacer si la suerte lo acompaña y si logra el contacto que necesita para poner sus proyectos en la tele.
—Tengo una idea de otro ciclo —me dice mientras fuma. Y larga una serie de relatos tan armados que parecen ya escritos aunque, por ahora, sólo estén en su cabeza.
Leroy Leroy es original, no cabe duda. Pero sigue detrás de esa puerta que siempre está cerrada. Nadie lo ve, pero Leroy Leroy está ahí, en tu barrio. Es ése, del que no sabés su nombre pero que pasa a diario frente a tu ventana, la que da a la vereda. Es el que entra al supermercado, compra y vuelve a su casa. Es uno más, nada lo identifica.
Está ahí y no lo ves. Y no lo ves porque su puerta aún sigue cerrada.