Retener el momento
- Ediciones Casa de Papel
- 20 dic 2016
- 2 Min. de lectura

Iba hasta la playa casi todas las noches de verano. Llegaba hasta la vereda de la rambla por la calle que desemboca en las escalinatas centrales de la playa del Buceo. Eran otras épocas, decimos ahora que estamos tan cargados de años. Salíamos a pasear por las noches y el único peligro eran las traicioneras corrientes de aire, no mucho más. Épocas de puertas sin llaves y vecinos en las veredas. Los niños podían jugar en la calle y nadie estaba pendiente de eso. Ni siquiera los autos eran un problema; andaban a menos de 20 cuando se metían en calles internas. Bastaba que uno gritara: “¡Auto!”, para que todos se detuvieran hasta que el vehículo pasara. Aquellas noches de andar por los bordes de la arena me permitían ver un paisaje que me parecía cotidiano y a la vez maravilloso. Tenía en la punta izquierda de la playa, sobre la isla de la Gaviotas, el esqueleto triste de la columna del aerocarril que nunca se terminó de construir. Recortada contra el cielo nocturno, se me antojaban dos jirafas tristes y moribundas. A la derecha estaba el Museo Oceanográfico, ese extraño edificio mitad arquitectura de cuento de caballería y mitad patio de la Alhambra. Sobre él pesaba —con un halo de misterio— su antiguo rol de club nocturno, al que apodaron «El cabaret de la muerte» por el suicidio de un cliente al tirarse desde su torre que remataba un agudo techo dorado. Entre el aerocarril y el museo estaba la augusta playa, con sus olas coronadas de espuma que brillaban bajo el resplandor lunar. Pinté ese sitio muchísimas veces. No sabía por qué lo hacía, pero el placer de realizar las pinturas no reparaba en esa ignorancia. Hoy, después de tantísimos años, conozco el por qué. Lo hacía para retener ese momento y guardarlo para mí, en una lucha diaria contra la fugacidad. Era por eso. Jamás lo logré.
Commentaires