En el barrio le decían Bicho. Su esposa le decía Bicho.
Lo conocí a los pocos días de mudarme a ese lugar, porque el Bicho y su mujer vivían a treinta metros de mi casa, por la misma acera y había abierto en la ventana de su casa un quiosco de golosinas y bebidas. Lo primero que me llamó la atención fueron unas fotos en blanco y negro que tenía pegadas en el vidrio frontal. Eran de jugadores de fútbol y, a pesar de lo viejo del registro, habían rostros que yo creía conocer. “Este es Pedernera”, me dijo una vez mientras señalaba una foto. “Y al lado estoy yo”. Claro, Pedernera era reconocible de inmediato. Luego siguió con otras fotos, también con jugadores de esa época.
El Bicho Soria había jugado en Boca como suplente de Musimessi, el arquero cantor. Ser suplente de ese crack significaba estar en el banco toda una eternidad. Por eso decidió irse a jugar en los campeonatos que se hacían fuera de Asociación y donde corrían las apuestas. Ser de Boca le daba lustre, pero él quería jugar. Cada vez que iba al quiosco, el Bicho me contaba alguna anécdota deportiva.
Gajes del oficio, a la vejez su cadera le pasó factura —era de una mansedumbre natural y la poca movilidad lo hacía más manso aún— y esa salud deficiente terminó derrumbándolo. Fuimos con mi esposa al velorio y su viuda, al vernos, me llevó junto a Soria. “¡Mirá, viejo, quién te vino a ver!”, dijo emocionada buscando que el muerto me viera. Me arrimé más y me quedé ahí esperando que me reconociera. El Bicho seguía manso en su féretro y en ese momento yo estuve seguro que había escuchado la voz de su mujer y agradecía mi visita.